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Publicar un libro es, para muchos autores, mucho más que un acto comercial o un intento de llegar a las listas de los más vendidos. Es una declaración simbólica de existencia y pertenencia. Como lo plantea Pierre Bourdieu, el capital simbólico no se mide en dinero, sino en reconocimiento. En ese sentido, el libro publicado es una forma de legitimación: una prueba tangible de que una mirada sobre el mundo ha tomado forma y ha sido puesta en circulación.
Quienes escriben saben que ese acto implica una entrega profunda. Es tiempo, es duda, es valentía. Pero también es deseo: el deseo de dejar una huella, de compartir una experiencia, de abrir una conversación. Por eso, cuando un autor llega al momento de publicar, se enfrenta a una decisión que va más allá del «mercado»: se enfrenta al desafío de sostener su obra en pie y ofrecerla al mundo.
Hoy existen alternativas reales y valiosas fuera del circuito editorial tradicional. La autopublicación, acompañada por profesionales que dominan el proceso editorial y respetan la voz del autor, es una de ellas. Permite que el sueño del libro impreso, del libro compartido, sea posible sin tener que esperar la validación de grandes estructuras.
Esta mañana, conversando con un autor que está por autopublicar su libro, él me dijo con total claridad: «Sé que no me voy a hacer rico publicando mi libro». Y yo le respondí, sin dudarlo: «Ni más pobre». Porque hoy existen posibilidades reales de publicar con costos que se pueden afrontar. Con la impresión bajo demanda, con plataformas como Amazon que posibilitan publicar sin costo, hay opciones accesibles que permiten hacer realidad ese deseo sin que eso signifique un riesgo económico.
Publicar un libro no siempre trae riqueza económica, pero siempre deja una ganancia simbólica incalculable: el valor de haber dicho, de haber creado, de haber compartido. Y eso, en el fondo, es una forma de riqueza que transforma.
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