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Ayer tuve la oportunidad de participar en una experiencia tan enriquecedora como necesaria: una mesa redonda organizada por una fundación dedicada a la cultura y la educación. El eje del encuentro giró en torno a cómo incorporar una perspectiva de género en la comunicación textual de las organizaciones. La propuesta era clara: construir, entre todas las personas presentes, un manual de estilo que refleje el compromiso con la equidad, visibilizando el lugar históricamente relegado de las mujeres en sus espacios de trabajo.
La mesa estuvo integrada por un editor, un diseñador editorial, dos periodistas, referentes de la fundación y yo, convocada como correctora de estilo. El ambiente fue cálido y respetuoso, ideal para el intercambio genuino. Cada participante aportó su mirada desde su práctica profesional, compartiendo tanto estrategias como dificultades al momento de escribir sin marcas de género.
El diálogo no se quedó allí. También surgió la necesidad de pensar la inclusión desde otras aristas: la accesibilidad, el lenguaje claro, la lectura fácil. Temas que amplían y profundizan el alcance de una comunicación verdaderamente inclusiva.
Pero quizá lo más valioso del encuentro fue la conclusión común a la que llegamos: no hay una única forma correcta de abordar el lenguaje con perspectiva de género. Existen múltiples recursos, que pueden ir de lo sutil a lo disruptivo, y cada persona o institución tiene el derecho a elegir cuál utilizar. Lo fundamental es ser coherente con lo que se quiere comunicar y dedicar tiempo y sensibilidad para encontrar las formas que mejor representen esa intención, respetando al mismo tiempo las decisiones de otras voces.